martes, 17 de julio de 2007

FAMILIA (Padres e hijos: autoestima)

La falta de autoestima se manifiesta generalmente pasada la adolescencia, pero se va fraguando durante la infancia y adolescencia. Para fomentar la autoestima de los hijos hay que crear un entorno de seguridad que se sustenta en tres pilares: amor, aceptación y respeto.



Amarle por quién es, por su existencia y por su derecho a ser querida o querido, independientemente de que nos guste cómo piensa, siente o se comporta.


Aceptarle tal cual es, y no en la medida en que sigue nuestros preceptos y responde a nuestras expectativas.


Respetarle en sus decisiones de por dónde y cómo quiere llevar su vida. Hacerle ver, cuando esas decisiones nos parezcan equivocadas, por qué no se consideran correctas, pero no impedir que intente llevar a cabo lo que considere oportuno. Cometer errores es parte esencial de todo aprendizaje.

Los padres deberían seguir las siguientes condiciones para posibilitar una alta autoestima en sus hijos:




  • Tener presente que es otra persona, independiente y distinta de nosotros.

  • Ofrecer una seguridad basada en la coherencia, es decir, en la coincidencia entre lo que se enseña y lo que se hace.

  • Hacerle sentirse observado y comprendido. Transmitirle que es una persona única e irreemplazable.

  • Amarle desde la expresión verbal, mostrándole el gozo que tenemos por su existencia. El tacto es el gesto esencial para que pueda sentirse querido. Tocarle, besarle, acariciarle no sólo cuando es bebé, también cuando rechaza, por pudor, esa muestra.

  • Aceptarle tal como es. Sólo así aprenderá a aceptarse.

  • Respetarle como es.

  • Marcarle límites justos, razonables y negociables.

  • Ofertarle normas y altas expectativas por lo que respecta a su comportamiento y rendimiento. No una actitud del "todo vale", pero tampoco un "no vales".

  • Ofrecerle elogios y críticas dirigidos a su conducta y comportamiento, nunca a su persona. Cuidar por tanto el lenguaje, que puede ser muy negativo, aunque parezca superficial y efímero.

  • Motivarle a tomar decisiones, a experimentar, a asumir riesgos, a hacer y a responsabilizarse de los mismos. No privarle de cometer errores. No sobreprotegerle.

¿Y qué se consigue con todo esto?

Si el niño o niña experimenta total aceptación de sus pensamientos y sentimientos, percibe el valor que se le da a su existencia.

No nos gusta la envidia de nuestros hijos e hijas, sus celos, su cerrazón, su aislamiento, su rabieta, su cabezonería, su llorar constante y un largo etcétera. Incluso puede que las características del niño o la niña no sean las que deseábamos que fueran y, además, no aprenden como les estamos enseñando a ser. Pero aceptarles es admitir, por mucho que nos cueste, que ese hijo o esa hija es otra persona independiente y diferente de nosotros, y muy valiosa.



Si opera en un contexto de límites bien definidos y firmes, percibe que nos importa.


Esos límites habrán de ser justos, razonables y negociables: no vale la libertad ilimitada, pues en esta relación la falta de límites significa indiferencia. Cuando los progenitores escuchan las necesidades y deseos de sus vástagos y se muestran dispuestos a negociar con ellos las reglas familiares, están ejerciendo autoridad y no autoritarismo. La autoridad escucha, atiende y negocia, pero también sanciona el incumplimiento de las normas, algo estrictamente necesario para que el niño o la niña pueda forjar su identidad y establecer su autoestima.



Si se siente respetado por su dignidad como ser humano, ganará en confianza.


Como a todo, también a respetarse se aprende y no será posible que lo consigan si no les enseñamos. Lo estaremos haciendo cuando aceptamos sus decisiones, escuchamos sus deseos, atendemos sus necesidades y negociamos las reglas establecidas en casa. Respetarles no significa dejar que hagan lo que quieren. La permisividad es nefasta: destruye el esfuerzo, la disciplina y el autocontrol, y con ello, la confianza en uno mismo. Nuestra responsabilidad es enseñar y la suya aprender, pero será él o ella quien se sitúe en el mundo, se saldrá o no de nuestros límites. Intentar dirigir sus elecciones significaría anular su responsabilidad para con él mismo y para con su vida. No puede haber autoestima sin el ejercicio de la responsabilidad.



Si el nivel de autoestima de los padres es alto, hay más probabilidades que ocurra lo mismo con el de sus hijos, aunque no siempre es así.


Cuanto más se valoren a sí mismos los padres -aunque sin caer en excesos-, más fácilmente podrán trasmitir a sus hijos la importancia de quererse a sí mismos. Una autoestima bien asentada ayudará a los progenitores a educar a sus hijos, pues padres y madres son modelos de aprendizaje importantes y necesarios para que el niño inicie su andadura partiendo de algo a imitar y que le indica el camino y cómo recorrerlo.



Cuando los niños crecen, y se convierten en adultos hay que dejarlos ir, si en su infancia dañasteis su autoestima todavía pueden intentar mejorarla, ahora que son dueños de sí mismos, si se les sigue tratando de la misma forma su autoestima desaparecerá por completo, y será mucho más complicado para ellos hacerle frente a la vida, apareciendo actitudes autodestructivas, depresiones,... ya que ni se amaran... ni se aceptaran... ni se respetan...


Esta actitud es muy típica en padres posesivos y absorbentes. Todo son desvelos y preocupaciones. Los hijos nunca están suficientemente maduros, "siguen siendo unos críos...". En el fondo, subyace la inseguridad de unos padres que necesitan desempeñar ese papel para sentirse bien y para dotar de sentido a su vida. No sólo no se emancipan a medida que el hijo crece sino que frenan la emancipación del hijo. Así, sobreviene la crisis cuando el hijo o hija abandona el hogar. Y como no obtienen la recompensa a sus desvelos se quejan: "cría hijos para esto". Eso sucede en el caso de que el joven sea capaz de deshacerse de las cadenas que le atan a sus padres, si no es así, simplemente harían de su hijo un ser infeliz y sin ilusiones, y esto debería ser lo que más temieran unos buenos padres...


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